Regresión: Nueva Crítica

Amenábar ha conseguido con ‘Regresión’ controlar y mostrar el poder que más adeptos recauda a diario; la invención humana.

No siempre es necesario entregar un guión al mensaje implícito que transmite o pretenda transmitir. A veces, un trabajo aparentemente banal, puede resultar de una complejidad peculiar, donde el espectador experimenta, de forma inefable, la sensación de estar viviendo en la trama que visualiza. Encomendarse a la dicotomía entre fantasía y realidad, despegando el adhesivo de género y fabricando un ejercicio que, a pesar de su ominosa fachada en la que parece que delega todo poder atmosférico, se antoja como una grandiosa manipulación mental. Más allá de comparaciones (injustas) con ‘Abre Los Ojos’ (1997), Alejandro Amenábar vuelve a ejercer de mago thrilleriano, provocando una verdadera regresión fílmica en el espectador. La tenebrosidad de sus protagonistas y la evolución narrativa de los mismos no cae en saco roto, sino que emanan una fragancia de incertidumbre dispuesta en perfecto orden y con cierta connotación intangible. Gran proceso de coacción psicológica.

La realización diegética de la que se sirve para introducir el aura que emana de la trama, invita a descubrir el verdadero propósito del director; manipular las constantes suposiciones del espectador, en favor de una historia en la que la ciencia y la religión quedan retratadas bajo el manto de la invención humana. La cáscara explícita de los movimientos estructurales pesa en la fabricación de un sueño tan real como fantasioso, aunque no persiste en su presencia, se aleja del epicentro y deja respirar de la atmósfera lúgubre que llena el foco. La adición de surrealismo externo como descontaminante de la tormentosa situación en la que nos inmiscuye paulatinamente, no desgrana el mecanismo, sino que lo acrecienta, pulsando el botón de alerta inconsciente ante la incongruencia verbalizada en una tesitura poco convencional. El desarrollo narrativo no pierde coherencia en cada punto de inflexión, se trata de un juego muy bien diseñado en el que Amenábar conoce la palanca que debe accionar para virar hacia un lado u otro de la balanza thrilleriana, ayudándose de una musicalidad harto certera. Goza de un ritmo sosegado donde las fórmulas, con las que intenta aparentar una ilusión vaga sin cimientos, son tan breves que terminan por quedar implícitas en la consecución del armamento dramático, agradeciéndose su presencia como vestigio esclarecedor de una verdad que bien podría estar designada a una duda eterna. El giro argumental no llega como un clímax de incredulidad o adulación, sin embargo, consigue funcionar gracias a la climática paralela al íntimo juego de engaños y cavilaciones disfrazados con estética y parábolas científicas. No trata de plasmar una crítica a las creencias del ser humano durante la historia, ni tampoco menospreciar el poder sectario de lavado de cerebro obligado; únicamente invita a jugar, y hace jugar. No es más que un ejercicio de inteligencia en el que, secuencia tras secuencia, el auto-convencimiento se colma de intencionalidad, apoyándose en la ciencia, en detrimento de la religión hasta que, sin preámbulos, abandona al espectador en la cuneta sin que este haya podido dar rienda suelta a la imaginación del truco; en este aspecto, quizás evolucione con demasiada rapidez como para que la coherencia resolutiva llegue a buen puerto. Su obstinación por recurrir al interrogatorio y la generación de una amenaza metafísica, agrietan las paredes de un experimento que, a pesar de ello, nos induce a una regresión semiautomática. Habrá quienes se sientan engañados (y satisfechos) por el talento del cineasta, y los (insatisfechos) que sientan la irrevocable sensación de haber querido ser engañados, pero que su auto-engaño no ha permitido. En cualquier alternativa, Amenábar lo ha conseguido. Ilusión muy inteligente.

Como acostumbra el director, los personajes no muestran sus credenciales hasta el segundo acto, donde los puntos de inflexión se suceden hasta completar el clímax y revelar el alma de los protagonistas. Ethan Hawke atormenta (para bien) con su presencia, al igual que el guión, conoce las teclas para hacernos cómplices de sus miedos e incertidumbres. Espeluznante su capacidad para segregar los matices de un papel realista entremezclado con un entorno inexplicable. Su yang, interpretado por una más que correcta Emma Watson, muestra la beatificación del engaño, la tiñe de luto y explora una redención más propia de la religión a la que se encomienda. Una demostración de adaptación por parte de dos intérpretes que se juegan cada diálogo a los dados. Los escuderos de los dos ámbitos enfrentados (ciencia y religión), encarnados por David Denzik y David Thewlis (ambos extraordinarios), apoyan su refutación en los errores de su opuesto, exponiendo la rivalidad innata entre sendas creencias. Amenábar ha conseguido moldear un elenco de personajes banales hasta corromperlos con un tormentoso mensaje; nada es lo que parece en la sociedad contemporánea politizada.

Lecturas político-sociales a parte, Amenábar ha conseguido controlar y mostrar el poder que más adeptos recauda a diario; la invención humana. A través de las vicisitudes de la ortodoxia religiosa y su encomiable retrato, el director fabrica un thriller cercano al de los setenta, y lo enfunda en una capa científica de engaños y manipulaciones. Maestría narrativa e iridiscentes recursos empíricos con los que demostrar al espectador que la regresión cinematográfica está teniendo lugar en su propia conciencia.

Fuente

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